El universo y tú

Pienso en ti y pienso en el color negro. Pienso en la luz que se traga el infinito, en lo profundo, en lo oscuro. Pienso en ti y en el caos, en la entropía, en la calma confusa que tu recuerdo me da.
Se me da pensar que tú también eres infinita, que te tragas la luz de tus propias estrellas y que alcanzo a ver de tu universo un pedazito.
Y tomo saltos en ti, saltos sin saber a donde voy, saltos interetelares, para tratar de adiviniar donde estas, hasta donde estas.
Me maravillo de las cosas que no veo, de los principios que te gobiernan, de la incertidumbre que tus pensamientos me generan.
Te imaginas sumergirte en el espacio? Inundarte de negro, de todo? Así me sumerjo en ti, porque puedo, porque no me ahogo. Se me va el aire, pero estoy ocupado viendote y me mantiene el calor de las pequenas luces que estan en ti.
Eres mi musa, tú, oscura, con todos los colores dentro de ti. Eres mi musa junto con el universo.

A las 6 de la mañana…

Alejandra se levantó. Supo que era muy temprano porque al abrir la puerta de madera de su casa, vio a sus tres perritos dormidos sobre el concreto del patio, cada uno al pie de cada puerta. Un poco más arriba vio los tendederos que se estiraban de una pared a otra, grises, gris brillante contrastante con el cielo azul oscuro pero en armonía con la luna plateada y sus dos nubes vecinas y todos los pequeños puntitos blancos, menos uno, esparcidos alrededor. Metió a bañarse, salió de bañarse, se puso las primeras prendas que encontró y se cargó la mochila en la espalda… en la espalda, en las pompis, en la cabeza y en los brazos, porque esa mochila era más grande que ella misma. Tomó el lonche con la bolsa de papel que tenía su nombre y una manzana a un lado, abrió una reja, otra reja y llegó a la calle.

El camino hacia el tren ella ya lo conocía, una calle que de día parecía apenas un tramito, mas en la oscuridad se extendía larga hasta perderse entre los cerros del norte, de ahí vuelta a la derecha, 23 pasos, voltear a ver a la derecha el árbol triste con el carro triste debajo y la casa triste detrás, vuelta a la izquierda, caminar rápido (muy rápido) para pasar por la lámpara que prende y apaga a su antojo, por la casa del señor que da miedo y derechito sin mirar atrás hasta la tiendita que siempre está cerrada, pero que ojalá estuviera abierta. Vuelta a la derecha, ya merito, ahí hay más gente… Pero la ciudad no es tan simple.

Al dar los primeros pasos notó como la oscuridad envolvía todos los colores en misterio, los carros azules se veían azul oscuro, los rojos rojo vino y los grises más grises.  Caminó. Una sombra se escondía, una sombra ligera pero espesa que la seguía y aunque no la veía, ella lo sabía porque el sonido que hacen las hojas al quebrarse también la seguía.  Sus pasos cortos siguieron cortos pero un pie le sucedía al otro con más prontitud, la sombra no la abandonó, no hasta el final de la calle.

Llegó a la primera esquina, dio 21 pasos y llegó a la siguiente, tal vez sus pasos sí eran un poco más largos. Miro a la derecha a ver el árbol, junto a él iban dos señores caminando. Alejandra pasó por la lámpara, que ese día no quiso prender, y casi antes de llegar a la casa del señor que da miedo volteó hacia atrás, vio que los dos señores habían acelerado su paso e inmediatamente tomó su mochila por las correas y la apretó contra su espalda, sus pompis, la cabeza y los brazos y corrió, corrió hasta la esquina de la tienda, corrió porque Alejandra no conoce a esos señores y donde ella vive cuando está oscuro, no es momento para empezar a conocer a nadie.
Dio vuelta donde ya está la gente, subió las escaleras y al llegar al andén se sintió cansada, cansada de correr.

Vio el tren acercarse. Las luces de éste parpadearon dos veces, sonó el claxon y se detuvo. Se oyó una alarma y las puertas se abrieron frente a ella. Se metió entre la gente. La alarma de nuevo. Lista para soportar otro calvario.

Sí me gusta mi trabajo

Carlos explicaba animado, tal vez demasiado, cómo realizar uno de los procedimientos más estúpidos de Frenitos Co. Eduardo, uno de los aburridos pero educados asistentes, hacía un esfuerzo sobrehumano para no bostezar, al mismo tiempo que se preguntaba como era posible ser tan feliz mientras se presenta burocracia.

Cada sonrisa del presentador, a quién entre más miraba, más le asemejaba un payaso, con su cabello chino esponjado, sus pasos largos y pausados y ante todo, su estupidez, le comenzó a suponer un martirio. Poco a poco Eduardo perdía la cordura, el reloj quieto, la sala oscura y la luz ofuscante del proyector, sumados a las discusiones y bromas que no le causaban el menor de los intereses, lo desquiciaron.

Se puso en pie, tomó una de las laptop de los asistentes y se dirigió al presentador mientras observaba la sonrisa estúpida convertirse en una sonrisa estúpida desconcertada. Se paró frente a Carlos y le asestó un golpe seco en la frente. La esquina de la laptop se le hendió en el cráneo y la sangre le comenzó a resbalar desde sus ojos hasta la boca, siguiendo el camino más natural por las facciones de su rostro. Unas gotas rojo oscuro fueron salpicadas sobre la blanca pantalla del proyector. La sonrisa estúpida se fue.

Los asistentes se levantaron un tanto desconcertados, un tanto aliviados y se dirigieron a sus cubículos, así también Eduardo. Se sentó y se se percató de que una profunda tristeza y aflicción le llenaban el pecho, supo que ahora no sabría como hacer un “i-ci-ou” y entonces, Frenitos Co., no tendría la documentación necesaria de cuando le añadió una tuerca a un tornillo.

A veces, tú también eres solo un niño